Hay muy poca gente que no haya visto u oído hablar de "Senderos de Gloria". Es un alegato antibélico, sí. Un alegato rotundo y, a la vez, bello. Las muertes de millares vienen determinadas por los caprichos o ambiciones de unos pocos. He ahí la clarificadora conclusión. Al final, tras una ofensiva fracasada, el general/político ha de encontrar culpables distintos de él mismo: los cobardes. Unos cobardes, además, que no son cobardes sino tres hombres escogidos por motivos de diferente orden: ninguno confesable. Cuando tales hombres son condenados Kubrick, con su genio, nos muestra su camino al lugar de su ejercución en lento, lentísimo, traveling. Cual si fuese un paso de la semana santa católica, los injustamente condenados son conducidos al lugar de su sacrificio. Entre ellos, alguno implora y pregunta por qué él y no quienes contemplan su ejercución. Al final, tras el redoble de tambores, tres hombres caen bajo las balas. Nadie es culpable, la vida continúa: la guerra continúa.
Sin embargo la visión de Kubrick acerca de la guerra es, en realidad, superficial. Kubrick contempla el absurdo de la guerra desde la posición en que es más fácil verlo: la paz. Y es en este terreno donde, por su parte, no falla Bertrand Tavernier. En "Capitán Conan", descubierta por mí casi por casualidad, se da la más desgarradora visión de la guerra que haya visto. Se observa el absurdo de la guerra no desde la paz sino desde la propia guerra. Un lugar en el que la diferencia entre el guerrero y el buen soldado no es pura semántica sino cruda, crudelísima, realidad. La guerra produce, incentiva y mejora a los peores entre los infames. Exige de ellos el valor que en la baja calaña es sinónimo de supervivencia. Y es en este contexto en el que los hijos del bienestar flaquean, unos, o se muestran valientes, otros. Sin embargo los ladrones, los homicidas y los sinvergüenzas dan lo que no les cuesta: valor. El protagonista, Conan, actúa como un autómata bajo el fuego enemigo y, ciertamente, le da exactamente igual el por qué de la lucha. Están los camaradas, el enemigo y entre ambos la guerra. Una lucha que no sirve para redimir sino, puramente, para existir.
La guerra siempre continúa, sobre todo para quien ha luchado y ha visto morir a sus camaradas. El problema es que las guerras acaban un día, a una hora, en un minuto. Y en ese mismo instante en que los sanguinarios, los valientes, pasan a convertirse en una pesada carga para quienes les liberaron. El valiente pasa a ser, de nuevo, el ladrón, el bárbaro y el homocida. Y los hombres del capitán Conan son eso y más. Ésos absolutos bárbaros no casan bien con una sociedad en paz y, en el contexto de la lucha por contener a los bolcheviques rusos tras 1918 serán de nuevo necesarios. Entre tanto se meten en mil y un líos en tanto el ejército aliado de Salónica se encuentra estacionado en Bucarest y Sofía. Los oficiales no se enteran de nada. Les sirve aplicar teóricamente un código militar aplicando mucho menos teóricas condenas. Un fraude. Un fraude de ejército que Conan no puede sino despreciar hasta lo criminal. Reclamado acerca de su conducta, y la de sus hombres, hacia las mujeres rumanas, responde: "Haber librado ellos su propia guerra si querían que no molestásemos a sus mujeres". Salvaje, hayándose preso por las consecuencias de alguna de sus correrías nocturnas, no duda en implorar a sus carceleros que le dejen, junto a los otros prisioneros, luchar contra los bolcheviques. En esa batalla, ganada con la sangre de los indisciplinados, los ladrones, los rebeldes y los asesinos, Conan acabará tan cubierto de gloria como de sangre enemiga. Y así, rabioso, se le verá cargar entre la maleza advirtiendo: "No te engañes compañero. Hay que seguir. ¡Venga compañeros! ¡Os destriparemos, carroña!". Después, fundido en negro y la realidad de la inevitable posguerra. Una posguerra en la que Conan, ya enfermo, se lamenta en su pueblo natal por no tener nadie con quien hablar. Ríanse todos de John Rambo.
Para los personajes como los sugeridos por Tavernier la guerra no es el mal sino la vida. La ausencia de guerra certifica su condena a la mediocridad y el aburrimiento. Algo tan chocante para cualquiera de nosotros como real. Hay algo en nosotros de salvaje y algo en nosotros que nos impulsa a la guerra. Sería demencial negarlo y sería trágico si lo liberásemos sin reservas. Sea de ello lo que fuere, haríamos bien en considerar a cada cosa como merece y no confundir guerra con búsqueda de la paz. Dejemos eso para la propaganda gruesa. La guerra no busca la paz sino la aniquilación del enemigo. Un objetivo que explica y garantiza el eterno retorno de la guerra. Y una vez en guerra... ¿qué importa quién sea el enemigo?
"Sólo los muertos ven el final de la guerra" Jorge Santayana.
Saludos, Isidoro y Celia.
ResponderEliminarOs acabo de enlazar en mi blog de comentario de texto.
Ya llevo tiempo viendo en el vuestro entradas interesantes. Buen trabajo, seguid así.
Y ahora, a riesgo de ponerme pedante, me gustaría saber de dónde es esa cita de Platón (de qué obra).
Os seguiré comentando.
La cita no corresponde a Platón, le es generalmente atribuída (suele ocurrir también con citas de Churchill, Julio César, Bismarck o Napoleón). Al parecer es un error que el general Douglas MacArthur inició. Y, al igual que la atribución al general Paulus de una ascendencia aristocrática por parte de Liddell Hart, es un error acumulativo. Mis excusas. La frase corresponde al parecer a Jorge Santayana.
ResponderEliminarGracias por seguirnos.
Gracias por tus amables comentarios.
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