jueves, 18 de marzo de 2010

El señor de las moscas

La película "El señor de las moscas" se muestra como una perfecta descripción de la sociedad humana en lo que convencionalmente ha dado en llamarse “Estado de naturaleza”. Si bien es cierto que los niños no son salvajes sino que vienen de una civilización, con sus artilugios y comodidades, se muestra hasta qué punto el orden y la paz son frágiles o sencillamente una ilusión.

Se enfrentan de forma clara dos visiones del Derecho. El Derecho se muestra en su verdadera naturaleza y ajeno a sus concepciones teosóficas o ingenuas a través de los meros acontecimientos: los hechos. Estos hechos no gozan de autonomía propia, claro, sino que se relacionan directamente con los intereses en juego. En el caso de la película el interés de Jack (en adelante “el tirano”) por ser un tirano acaba obteniendo mayor peso que el interés de Ralph (en adelante “el disidente”) en una vaga paz en espera de un incierto rescate. La ascensión del tirano se acaba identificando con el bien común en tanto el jefe del grupo agresivo logra identificar la adscripción a dicho grupo, y la obediencia a su capricho, con la obtención de protección, comida y finalmente reconocimiento social. En el film, de hecho, el tirano forma lo que él llama “su banda” aprovechando estos sentimientos, estas necesidades de los niños. Al principio todos le siguen por ser el más bravucón y por tanto quien inspira más respeto o admiración, por su fuerza, y todos los que buscan seguir una autoridad le obedecen. Luego apela tanto al miedo como al hambre para conseguir nuevas adhesiones. Llega a organizar, incluso, un remedo de religión en torno al suceso del presunto monstruo mediante la ofrenda de la cabeza de un cerdo salvaje ante su cueva. Finalmente el tirano conseguirá que además de admirarle como el primero entre iguales o amigos sus compañeros le saluden como a un rey o “jefe”.

La alternativa a la tiranía es representada inicialmente por algunos niños liderados por un bienintencionado y Porki (en adelante “el filósofo”) que pretenden llevar los asuntos de forma democrática o, tal como dicen, “como los mayores” (ideal “platónico”). De acuerdo al modo en que se figuran que funcionan las cosas “entre mayores” los niños copian el sistema de Asamblea e idean que se hable por turnos de acuerdo a un formalismo (tener una caracola de mar). Asimismo se trata de organizar el mantenimiento de un fuego así como otras labores: cuestiones todas ellas que acabarán por ser crecientemente abandonadas conforme el tirano consigue organizar su ejército de cazadores y conforme se constata entre el colectivo de niños que hay algunos que siguen las normas y otros que las ignoran: habiendo además casos de robo.

La existencia de un servicio colectivo basado en la buena fe de los individuos se muestra completamente inviable y los gorrones, así como los que abiertamente se oponen a toda organización basada en reglas establecidas por los que creen sus inferiores (los niños menores y el filósofo), terminan por truncar todo el sistema. Así, los cazadores se ríen de que el disidente proponga establecer, desde su sistema consensual, sanciones para los incumplimientos y robos. Las palabras sin espadas son sólo palabras.

Por su parte el tirano, una vez el ritual de la caza embrutece lo suficiente a sus compañeros, decide romper abiertamente la comunidad de niños inicialmente constituida organizando un campamento propio para “los cazadores”. Como dicha unidad, la “banda” del tirano, sólo caza comienza a ver en sus privaciones un derecho al robo de cuanto tienen de utilidad los niños agrupados “pacíficamente”. Los robos se suceden, de forma descarada. Al mismo tiempo el disidente y el filósofo insisten en una conciliación y una apelación al bien común y buen juicio de los cazadores y del tirano. En lugar de organizarse para rechazar los ataques se responde con palabras. Es posible que ello se deba a que junto al disidente y el filósofo están los niños más débiles y jóvenes pero en cualquier caso existe una impunidad que es respondida con conciliación: algo que sólo consigue envilecer aún más a quien comete la agresión. Además, el hecho de que los que rodean todavía al disidente y el filósofo vean cómo la agresión triunfa mientras escuchan a un mismo tiempo llamadas a la paz y la colaboración de parte de sus líderes les hace inclinarse paulatinamente por la idea de abandonarles. Finalmente disidente y filósofo se quedarán solos.

La noche en que el tirano consigue atraerse a todos los niños a su bando, mediante un banquete, se produce un accidente clave. Uno de los niños que permanecían ajenos al grupo del tirano descubre que la cueva en la que presuntamente habitaba el monstruo estaba ocupada en realidad por el oficial de vuelo enfermo, ya muerto, que los niños habían rescatado de la catástrofe y que en sus fiebres había enloquecido había desaparecido (es de destacar respecto a este oficial el que el tirano, en su momento hubiese visto en su enfermedad una carga inasumible y, en cierto modo, un desafío a su deseo de autoridad y por ello abogase por dejarle morir). El niño acude corriendo a la playa a contarles lo que ha visto pero corre con una bengala artificial en las manos: lo que induce a todos los cazadores, en pleno éxtasis festivo, a creer que se trata del monstruo. Antes de que se desvele quién es la silueta que se aproxima los niños lo matan a lanzadas. Con este hecho, un accidente, los niños aunque turbados ven roto el tabú del homicidio, como habían visto, menos turbados, roto el del robo.

En este momento tanto el disidente como el filósofo, desesperados ante el robo de las gafas del último (que servían para iniciar los fuegos en la isla) y completamente solos, dialogan acerca de la naturaleza del hombre. El filósofo cita a Rosseau por boca de su padre, exponiendo la doctrina del “buen salvaje” (el hombre es bueno por naturaleza pero las instituciones le corrompen), y al disidente se le antoja, a tenor de los acontecimientos que experimentan, una broma. El filósofo centra todo su pesimismo sobre la persona del tirano y le identifica como la causa del problema. En base precisamente a eso intentan una última vez convencer a los demás niños de que lo que están haciendo es una locura a través de una asamblea (la caracola: una apelación a las instituciones, al formalismo).

El tirano, ya plenamente seguro de su poder, rechaza abiertamente cualquier asamblea y desprecia el sistema sin pudor ante todos: afirmando su poder como razón de lo que se haga o se deje de hacer. El disidente y el tirano acaban enzarzados en una pelea que se salda finalmente con un empate y el filósofo toma la palabra. Una vez consigue alzar su voz entre los gritos majaderos de los niños algunos de ellos, apostados en una altura, le arrojan una gran piedra. El filósofo cae muerto. La banalidad del mal se muestra en todo su esplendor. El disidente se muestra furioso y afirma que tal asesinato no quedará impune. Al colectivo de niños este hecho les perturba pero el tirano, advirtiendo la duda y apurado, acaba por desafiar al disidente a que haga algo si es que puede mientras comienza a arrojarle piedras. El disidente huye y el tirano comienza, literalmente, su caza.

El proceso que va desde que los niños arriban a la isla y el disidente huye del tirano y los demás niños, completamente a sus órdenes (ya por convicción, ya por miedo) es claramente un proceso de deshumanización del prójimo. Es más fácil, siendo incluso necesario posiblemente, agredir a alguien y sus bienes si no se le considera un igual; esto es: si se excluye a ese alguien de tu esfera moral. La Historia de la Humanidad es un proceso de acumulación de redes de intercambios, voluntarios o no, entre individuos y grupos sobre las cuales se han ido tejiendo sucesivas “paces”. Este proceso termina por generar un progresivo grado de identificación de las personas con sus semejantes. Parece probado que el ser humano, incluso hoy, es incapaz de sentir genuina empatía por alguien que no sea de su sangre o esté ligado muy próximamente a él. Por esto la identificación con “el otro” o “los otros” es un constructo ideológico y, en tanto ligado a la gestión de espacios comunes, político. Dicha construcción parece una culminación de un proceso enorme de “prueba y error” a través del cual la sociedad ha terminado regulándose mediante determinadas reglas o asunciones fundamentales que el hombre, en su arrogancia, desde hace tiempo considera “naturales”. Es una ilusión. Siendo la equidad y la empatía cuestiones basadas en una intrincada red de intereses, en una “superestructura” social, y no en nuestra naturaleza es perfectamente posible pensar en situaciones y procesos por los cuales la ecuación de la convivencia se altere. Pese a que los redactores de Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América considerasen que la igualdad, libertad y búsqueda de la felicidad eran cosas autoevidentes basta contemplar la realidad del día a día y, en concreto, de las sociedades menos desarrolladas del planeta (las más “naturales”) para comprender que no son tan evidentes. Hay fuerzas y circunstancias que pueden destruir nuestras vidas, nuestra seguridad y nuestros derechos y esas fuerzas pueden vencer: deben ser activamente promovidos, por tanto, los intereses exactamente opuestos a dichas fuerzas y, en tanto todo sistema debe superar sus contradicciones internas, no debe descartarse el recurso a la fuerza y a la proscripción. En definitiva: el personaje del disidente hacia el final de la película no es visto por los otros niños como una persona sino como otro cerdo salvaje al que dar caza. Primero no tiene derecho a sus bienes, luego no tiene derecho a la vida y finalmente no es un ser humano. ¿Cómo una mayoría de los niños puede haber llegado a tal convicción? La respuesta: por la violencia.

La violencia no sólo no es algo que repugne al ser humano sino que ni siquiera es un mero medio de obtención de cosas, a veces es incluso un fin. La caracterización de la violencia como una enfermedad social es fruto de la negación de la naturaleza humana, que puede hallar la ciencia, y su sustitución por el mito del “buen salvaje”. La proposición de cambio social de quienes defienden tal caracterización está basada, a su vez, en otro mito o, más propiamente, falacia: la “tabla rasa”. Según esta falacia el hombre podría cambiar por medio de la educación sus malos hábitos. Esta asunción es la base del pensamiento de las diversas escuelas totalitarias (que tienen su génesis en el platonismo) y contribuye también a numerosas lecturas erróneas de los actos e instituciones humanas que generan legislaciones equivocadas e incluso peligrosas. No, la violencia no es una enfermedad social sino que es una manifestación de la agresividad, que es natural en el hombre. Es por esto que resulta natural que el hombre obtenga placer con la violencia y que llegado el momento pueda disfrutar aplicando tormentos y muerte a otros hombres a los que haya conseguido excluir de su esfera de iguales. En tanto esto, previsiblemente, será siempre así es necesario perseguir la violencia. No se puede esperar que en su impunidad el violento llegue un momento en que a través de adoctrinamiento o educación detenga sus atropellos. Es de esperar, más bien, el que la impunidad genere más violentos, en tanto la violencia genera admiración y temor, y que finalmente nuestro régimen político se vea alterado y sometido a la ruina de la tiranía.

Ni la Democracia ni la virtud pública, si queremos llamar así a cierto grado de equidad y “paz”, son estructuras históricas sino que son manifestación de una ideología fundada en intereses que podrían verse alterados o desafiados por otros que hallen refugio en otra ideología. El orden debe ser defendido con reglas y violencia si no aspira a ser huera palabrería pasto de los buitres. El reinado del tirano, y la película “El señor de las Moscas”, llega a su fin con la aparición de soldados norteamericanos en la isla en lo que parece una confirmación de la aserción de Popper de que los ciclos del tribalismo, de un modo u otro, sólo pueden ser resueltos por alguna forma de imperialismo: la llegada de un poder mayor y extraño que devuelva, o traiga, a los miembros de la tribu a la realidad de que los tabúes que les atan a la barbarie no son universales y por tanto pueden y deben ser desafiados. De acuerdo a sus características la paz del hombre es imposible o una ilusión. La idea que mejor se ajusta a su naturaleza es la de guerra perpetua: una guerra perpetua de lo justo contra lo injusto.

Por lo que se refiere a la intención del director de “El señor de las Moscas” parece deducirse del mensaje general de la película una crítica al caudillismo, a la superstición, a la religión y, en definitiva, a la infinita cobardía de la muchedumbre y a las dificultades que parece siempre encontrar la virtud en un mundo se antoja completamente hostil a ella.

“Se podrá objetar que la lucha y la discordia son precisamente lo que el derecho se propone evitar, porque semejante estado de cosas implica un trastorno, una negación del orden legal, y no una condición necesaria de su existencia. La objeción podría ser adecuada si se tratase de la lucha de la injusticia contra el derecho, pero aquí se habla de la lucha del derecho contra la injusticia. Si en esta hipótesis el derecho no lucha, es decir: no hace una resistencia heroica contra aquélla, se negará a sí mismo”. Rudolf Von Ihering dixit.

1 comentario:

  1. Me ha parecido un artículo muy interesante, que ciertamente tiene una perspectiva muy sociológica, quizás por eso me haya gustado tanto.

    Me ha suscitado el suficente interés por la película para verla en cuanto tenga oportunidad.

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