Difícilmente se puede salir de ver la última película de Alejandro Amenábar, "Agora", sin la sensación de haberse enfrentado a algo verdaderamente grande. Se haya tratado de narrar la vida de una mujer de gran inteligencia en tiempos bárbaros o cualquier otra cosa, para mí "Agora" constituye la mejor película realizada hasta la fecha acerca de la caída del Imperio Romano.
Todos conocemos esa vieja teoría, extendida por el cristianismo, de que Roma sucumbió por "el vicio" y una consiguiente erosión de los fundamentos de la familia: la base indispensable de una sociedad militarista. Tan simple explicación rivaliza en pobreza con las sofisticadísimas teorías acerca de factores climáticos y similares. Pero olvidan los cristianísimos defensores de las buenas costumbres que el propio credo cristiano supuso en su momento un decisivo tóxico para la milicia romana. Y es que la primitiva Iglesia no debemos olvidar que estaba conformada por crecientes masas que creían en una segunda venida de Jesucristo: el fin de los días o "juicio final". Por entonces, los paganos culpaban a los cristianos de socavar los fundamentos del Estado al negarse a desempeñar funciones públicas o enrolarse en las legiones. La respuesta cristiana, de Orígenes, a tales acusaciones recuerda al pacifismo militante e incondicional de la segunda mitad del siglo pasado: "cuando todos los hombres se hayan convertido en cristianos hasta los bárbaros se sentirán inclinados a la paz".
Asimismo, el cristianismo supuso para Roma el final de un bien calibrado equilibrio religioso que durante siglos aseguró la cohesión política del Imperio. Siendo una de las estructuras más despóticas imaginables, Roma incluyó en su seno un enorme número de pueblos y sensibilidades sobre la base del culto al Imperio: un culto que aspiraba a incluir a todos los demás en un particular Panteón que sólo tuvo por límite la prohibición de los sacrificios humanos (conocida la repulsión romana por los infanticidios cartagineses o los sacrificios humanos druídicos) y, por supuesto, la intolerancia militante (caso puntual de los judíos y, claro, los cristianos). El cristianismo, como decía, pone fin a todo eso al conseguir, merced a sus actividades humanitarias (repartir pan o amparar huérfanos era tan humanitario por entonces como la directa apología de la pobreza en entornos paupérrimos) y las infraestructuras del Imperio, una popularidad que inclina a los ambiciosos emperadores a primero tolerarles y luego poner a las legiones al servicio de su dios. Entonces, unas instituciones que merced al agotamiento estaban ya completamente en manos de los militares pasarían en muchos casos a estar en manos de la Iglesia. Se llegaría tan lejos en este camino que los papas de Roma afirmaron durante siglos haber recibido en herencia el Imperio occidental de manos de Constantino el Grande.
Asimismo, el cristianismo supuso para Roma el final de un bien calibrado equilibrio religioso que durante siglos aseguró la cohesión política del Imperio. Siendo una de las estructuras más despóticas imaginables, Roma incluyó en su seno un enorme número de pueblos y sensibilidades sobre la base del culto al Imperio: un culto que aspiraba a incluir a todos los demás en un particular Panteón que sólo tuvo por límite la prohibición de los sacrificios humanos (conocida la repulsión romana por los infanticidios cartagineses o los sacrificios humanos druídicos) y, por supuesto, la intolerancia militante (caso puntual de los judíos y, claro, los cristianos). El cristianismo, como decía, pone fin a todo eso al conseguir, merced a sus actividades humanitarias (repartir pan o amparar huérfanos era tan humanitario por entonces como la directa apología de la pobreza en entornos paupérrimos) y las infraestructuras del Imperio, una popularidad que inclina a los ambiciosos emperadores a primero tolerarles y luego poner a las legiones al servicio de su dios. Entonces, unas instituciones que merced al agotamiento estaban ya completamente en manos de los militares pasarían en muchos casos a estar en manos de la Iglesia. Se llegaría tan lejos en este camino que los papas de Roma afirmaron durante siglos haber recibido en herencia el Imperio occidental de manos de Constantino el Grande.
La película de Amenábar no es la primera que se realiza sobre la decadencia de Roma. El género del peplum nos brindó bastantes barbaridades cinematográficas relativamente desconocidas. Pero algunas películas más populares como "La Caída del Imperio Romano" o "Gladiator" intentaron, de forma más o menos disparatada, "explicarlo todo". La película de Anthony Mann, de producción colosal, insistía en la versión "cristiana" de la caída de Roma. La de Ridley Scott no sólo dio un final "alternativo" (al modo de "Malditos Bastardos") al reinado de Cómodo sino que proponía la existencia de demócratas jeffersonianos entre los patricios romanos: la decadencia se debía, según él, a la "falta de democracia". Sea como fuere, casi de forma inopinada, Amenábar consigue con "Agora" una película "inmensa" que centrándose sólo en Alejandría consigue trasladarnos toda la locura, furia y anarquía que debió reinar en la enorme crisis política que recorrió el Imperio Romano en los siglos IV y V D.C. Al igual que en la colosal "Danton" de Andrzej Wajda (cuya "Katyn" se estrenó esta semana en España), "Agora" nos muestra el total e inevitable triunfo del fanatismo sobre cualquier clase de razón: la indignación nos hace retorcernos en las butacas ante las impunes atrocidades, ante la debilidad paralizante de las instituciones que en teoría debieran mantener el orden, ante el martirio del pacífico y la apoteosis del agresor.
"Agora" plantea, además, la hipótesis de que Hipatia de Alejandría en el momento de su muerte estaba a punto de formalizar una teoría heliocéntrica parecida a la que Kepler planteó más de diez siglos después de la época de la alejandrina. Y es que Amenábar se toma tiempo en mostrarnos los experimentos y tribulaciones de Hipatia entorno al funcionamiento del sistema solar. Esto es: en el contexto del triunfo del fanatismo cristiano Amenábar prefiere hacer más énfasis en los logros de Hipatia. Ésta, una vez se ve abrumada por la incomprensión, prefiere, al contrario que sus contemporáneos y que Galileo siglos después, morir a convertirse a la nueva fe que le prohíbe dudar: que le prohibe, por tanto, existir.
Como nota al margen debe decirse que los herederos de quienes dieron fin a Hipatia, se afanan, gracias a los conocimientos alcanzados precisamente por los herederos de la alejandrina, en comparar células con personas y defender el derecho a existir que a la filósofa le negaran en su día.
Está muy bien la reflexión, pero tiene cierta connotación "política" :P
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